ansiedad

Hablemos de ansiedad

Preocupación, temor, aprensión, taquicardia repentina, manos que sudan insistentemente, respiración que se acelera, rigidez que se apodera de la musculatura de nuestro cuerpo, inquietud…
Estos son algunos de los síntomas de la ansiedad, y todos y cada uno de nosotros los hemos sentido en muchísimas ocasiones… ante un examen, una entrevista de trabajo, una cita importante… o simplemente cuando nos vemos desbordados y sentimos esa sensación de que la situación “se nos está escapando de las manos”.
Se parece bastante al miedo, aunque la diferencia fundamental con la ansiedad es que esta última es una respuesta a un peligro irreal, imaginario o indefinido, mientras que el miedo es una respuesta a un estímulo real.
La reacción de ansiedad fundamentalmente se desarrolla en tres fases.
La primera de ellas sucede cuando interpretamos o evaluamos la situación.
Todos y cada uno de nosotros evaluamos de manera distinta las situaciones a las que nos enfrentamos y que consideramos que pueden generar peligro, generalmente, solemos considerar amenazantes aquellas que contemplan un cambio en nuestra vida cotidiana, están relacionadas con alguna perdida, incluyen algún conflicto o tienen relación con la salud, además pueden afectarnos a nosotros o a nuestras personas más cercanas.
Quizás un hecho fundamental es que consideramos que estas situaciones nos desbordan, nos superan y pensamos que no disponemos de suficientes recursos para enfrentarlas.
La segunda fase tiene que ver con la anticipación del riesgo, sucede cuando evaluamos la situación como especialmente peligrosa y por tanto, nos anticipamos dedicándonos a pensar en que sucederá y en lo que podemos hacer si esto sucede, además por lo general, nuestros pensamientos siempre están relacionados con pensamientos negativos.
Por último, la activación psicofisiológica es la culpable de muchos de esos síntomas que antes comentábamos, en ella, el organismo se prepara para actuar, huir o luchar. Para hacerlo, concentra toda su atención y esfuerzos en esa reacción.
¿Qué sucede cuando nuestro organismo presta toda su atención y sus esfuerzos en reaccionar ante esa amenaza percibida?
Como hemos hablado antes, entre otras, nuestra respiración se acelera al igual que nuestra presión arterial, se aumenta la glucosa disponible en nuestro organismo gracias a una reacción hormonal, se incrementa la tensión muscular, nuestro metabolismo y nuestra temperatura corporal se incrementan y sobre todo, otras funciones corporales pasan a un segundo plano.
Estas reacciones además de ser normales son positivas, tenemos más fuerza muscular, más oxígeno, nuestro organismo esta alerta… imaginemos que somos un corredor esperando el disparo para iniciar la carrera, justo esas reacciones son las que hacen que milésimas de segundo tras escuchar la señal de salida nuestro corredor alcance la mayor velocidad posible.
Sin embargo, esa misma activación que ha servido de ayuda a nuestro corredor, puede no ser tan positiva en algunos casos.
Puede llegar incluso un a generarnos un problema importante cuando por ejemplo no necesitemos esa activación para resolver la situación, se desencadena ante situaciones que no son amenazantes sobrevaloramos el peligro, se vuelve demasiado fuerte e intensa, es decir, desproporcionada, o simplemente, persiste en el tiempo más allá de lo que la situación provoca.
Volviendo a nuestro corredor, imaginemos que esos mismos síntomas suceden durante toda la semana anterior a la carrera, no dejándole descansar, fatigando sus músculos y alterando sus sentidos.
En este caso, esa reacción que un principio es normal y positiva se ha convertido en patológica o es lo que es lo mismo, en un problema para el rendimiento de nuestro corredor.
Y es que, no podemos olvidar, que siempre, que nuestro organismo evalué como amenazante una situación, sin importar si es real o imaginaria, automáticamente, generaremos una respuesta psicofisiológica, de hecho, muchos de los síntomas con los qué describimos anteriormente la ansiedad tienen que ver con esa intensa actividad que tiene nuestro organismo al percibir una amenaza.
Es muy importante tener en cuenta que si esta activación se dilata en el tiempo puede afectar al funcionamiento de diversos sistemas u órganos, por ejemplo:
Dolor de cabeza, mareos, vértigos, dificultades para concentrarse, problemas de memoria, problemas para dormir, sofocos, sudoración excesiva o sequedad en la boca.
Son comunes también las taquicardias, palpitaciones, dolor de pecho, dificultades para respirar, hiperventilación, dificultades para hablar o incluso para tragar, gases, nauseas, vómitos, diarrea, o estreñimiento.
La tensión además produce en nuestro sistema muscular dolor de espalda, temblores, hormigueo, fatiga.
Nuestra piel tampoco se salva, sensación de picor, dermatitis y caída de pelo también son frecuentes.
Para terminar nuestras relaciones de pareja también se verán afectadas con dolor a la hora de hacer el coito, impotencia, eyaculación precoz o la más común disminución del deseo sexual.
Incluso se han descrito casos de disuria o alteraciones del ciclo menstrual.
Es decir, una lista enormemente larga a la que tendríamos que añadir muchos más síntomas para completarla, por suerte, los síntomas dependen de cada persona en particular y suelen ser una pequeña selección de todos los que acabamos de describir y nunca la lista completa.
Además de los síntomas físicos, esta activación va acompañada de síntomas psicológicos, concretamente un conjunto de emociones y pensamientos desagradables y una serie de comportamientos desadaptativos.
Hablamos por ejemplo de temor, intranquilidad, sobresalto, sensación de catástrofe inminente, distanciamiento de la realidad, perdida de control, irritabilidad, inquietud, tartamudeo, conductas de evitación, rituales compulsivos, abuso de tabaco y alcohol u otras drogas o fármacos, atracones de comida y un largo etcétera.
En resumen, unos síntomas moderados de ansiedad son beneficiosos para afrontar situaciones de riesgo, sin embargo, cuando la activación esta por encima de los niveles o incluso, cuando la reacción perdura más allá de lo que la situación desencadena, la ansiedad se convierte en una reacción que dificulta, interfiere o bloquea un afrontamiento eficaz.
Además, esta activación la solemos percibir como desagradable y por tanto, disponer de una estrategia para controlar o al menos reducir la activación, nos puede ayudar obtener unos resultados más adecuados a la hora de enfrentarnos a diversas situaciones, sin obviar, que aprender a controlar y reducir esta sobre activación provocara en nosotros un sentimiento de competencia para afrontar las dificultades que repercutirá en nuestro bienestar personal.
Para controlar esa activación existen varios métodos, relajación muscular, entrenamiento autógeno… sin embargo, las más recientes investigaciones en psicología parecen demostrar que el método más eficaz, y que además se aprende con mayor facilidad, es el entrenamiento en control de la respiración.
Parece increíble, pero la evidencia nos indica que una respiración consciente, profunda y pausada actúa en nuestro organismo de forma similar a los tranquilizantes o ansiolíticos, activando sustancias y sistemas opuestos a los que generan la respuesta a la ansiedad, por supuesto, salvando las distancias.

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